Quantcast
Channel: Radio Saudade
Viewing all 21088 articles
Browse latest View live

Ernesto Cardenal - Epigramas

$
0
0
"Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido: yo porque tú eras lo que yo más amaba y tú porque yo era el que te amaba más." Ernesto Cardenal
Los mejores poemas y frases
del poeta nicaraguense Ernesto Cardenal.


1. Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña.
Los he escrito sencillos para que tú los entiendas.
Son para ti solamente, pero si a ti no te interesan,
un día se divulgarán tal vez por toda Hispanoamérica.
Y si al amor que los dictó, tú también lo desprecias,
otras soñarán con este amor que no fue para ellas.
Y tal vez verás, Claudia, que estos poemas,
(escritos para conquistarte a ti) despiertan
en otras parejas enamoradas que los lean
los besos que en ti no despertó el poeta.

*

2. De estos cines, Claudia, de estas fiestas,
de estas carreras de caballos,
no quedará nada para la posteridad
sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia
(si acaso)
y el nombre de Claudia que yo puse en esos versos
y los de mis rivales, si es que yo decido rescatarlos
del olvido, y los incluyo también en mis versos
para ridiculizarlos.

*

3. Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido:
yo porque tú eras lo que yo más amaba
y tú porque yo era el que te amaba más.
Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar a otras como te amaba a ti
pero a ti no te amarán como te amaba yo.

*
4. Esta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
y leas estas líneas que el autor escribió para ti
y tú no lo sepas.

*

5. Me contaron que estabas enamorada de otro
y entonces me fui a mi cuarto
y escribí ese artículo contra el Gobierno
por el que estoy preso.

*

6. Yo he repartido papeletas clandestinas,
gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle
desafiando a los guardias armados.
Yo participé en la rebelión de abril:
pero palidezco cuando paso por tu casa
y tu sola mirada me hace temblar.



Jorge Luis Borges - Miércoles por la mañana

$
0
0
Las mejores frases y cartas
de Jorge Luis Borges.


No hay ninguna razón para que dejemos de ser amigos. Te debo las mejores y quizá las peores horas de mi vida y eso es un vínculo que no puede romperse. Además, te quiero mucho. En cuanto a lo demás..., me repites que puedo contar contigo. Si ello fuera obra de tu amor, sería mucho; si es un efecto de tu cortesía o de tu piedad, I can't decently accept it. Loving or even saving a human being is a full time job and it can hardly, I think, be successfully undertaken at odd moments.** Pero... ¿a qué traficar en reproches, que son mercancía del Infierno? Estela, Estela, quiero estar contigo, quiero estar silenciosamente contigo. Ojalá no faltes hoy a Constitución.
Georgie.

**Si es un efecto de tu cortesía o de tu piedad..., no puedo decentemente aceptarlo. Amar o incluso salvar a un ser humano es un trabajo de todo el tiempo, y creo que no puede ser exitoso si se realiza en momentos perdidos.


Mario Benedetti - Es tan poco

$
0
0
Los mejores poemas y frases
de Mario Benedetti.


Lo que conoces
es tan poco
lo que conoces
de mí
lo que conoces
son mis nubes
son mis silencios
son mis gestos
lo que conoces
de mí
lo que conoces
es la tristeza
de mi casa vista de afuera
son los postigos de mi tristeza
el llamador de mi tristeza.

Pero no sabes
nada
a lo sumo
piensas a veces
que es tan poco
lo que conozco
lo que conozco
de ti
lo que conozco
o sea tus nubes
 o tus silencios
o tus gestos
lo que conozco
es la tristeza
de tu casa vista de afuera
son los postigos de tu tristeza
el llamador de tu tristeza.
Pero no llamas.
Pero no llamo.


Julio Cortázar - Capítulo 7

$
0
0
"Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos." Julio Cortázar - Rayuela
Los mejores capítulos y frases del libro
"Rayuela" de Julio Cortázar.


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
 Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.


Enrique González Rojo - La clase obrera va al paraíso

$
0
0
Los mejores poemas y frases
de Enrique González Rojo.


Una vez me enamoré de una trotskista.
Me gustaba estar con ella
porque me hablaba de Marx,
de Engels, de Lenin,
y, desde luego, de León Davidovich.
Pero, más que nada
porque estaba en verdad como quería.
Tenia las piernas más hermosas de todo el
movimiento comunista mexicano.
Sus senos me invitaban
a mantener con ellos actitudes
fraccionales.

Las caderas, que eran pequeñas, redondas,
trazadas por no sé qué geometría lujuriosa
lucían ese movimiento binario
que forma cataclismos en las calles populosas.
Un día, cuando
me platicaba que:
«Lenin había visto con lucidez
que la época de los dos poderes llegaba a su fin»,
yo le tomé la mano;
ella continuó:
«pero el problema básico
era la concientización de los soviets».
Yo no despegaba los ojos de sus senos.
Un botón de audacia -meditaba-
y me vuelvo un hombre rico.
Y ella proseguía:
«había que reforzar el papel de la vanguardia».
No me pude contener
y la estreché a mi cuerpo
con la boca de cada poro mío
buscando otros iguales en su carne.
Y ella: «Lenin había previsto que...»
Y yo ataqué el botón de su camisa
y me puse a jugar con la blancura.
Y mi trotskista, con la voz excitada:
«los mencheviques estaban
en minoría ya en los consejos».
Y yo, con decisión,
le fui subiendo poco a poco la falda,
como quien deja de hablarle de usted a un ángel.
Se hizo un silencio.
Un silencio para disfrutar
del pequeño burgués abrazo
que abre la toma del poder por el orgasmo.

Gabriela Mistral - Besos

$
0
0
Los mejores poemas y frases
de Gabriela Mistral.


Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y qué viste después...? Sangre en mis labios.

Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.


Jaime Sabines - Digo que no puede decirse el amor

$
0
0
Los mejores poemas y frases
de Jaime Sabines.


Digo que no puede decirse el amor.
El amor se come como un pan,
se muerde como un labio,
se bebe como un manantial.
El amor se llora como a un muerto,
se goza como un disfraz.
El amor duele como un callo,
aturde como un panal,
y es sabroso como la uva de cera
y como la vida es mortal.

El amor no se dice con nada,
ni con palabras ni con callar.
Trata de decirlo el aire
y lo está ensayando el mar.
Pero el amante lo tiene prendido,
untado en la sangre lunar,
y el amor es igual que una brasa
y una espiga de sal.

La mano de un manco lo puede tocar,
la lengua de un mudo, los ojos de un ciego,
decir y mirar.
El amor no tiene remedio
y sólo quiere jugar.


Mario Benedetti - Madrugada

$
0
0
Esta frase pertenece al cuento
"Hoy y la alegría" deMario Benedetti.


La madrugada es apta para ver casi todo
lo que es real y lo que uno imagina
por ejemplo me gusta saber que tengo un río
tan real que parece imaginario
siempre hay un más allá que nos espera
en esta madrugada y en la próxima
saber que tengo un río con dos árboles
que me saludan al compás del viento

la madrugada es un amanecer
el alba en que el futuro nos recibe
con lo que merecemos
o quién sabe con qué

es indudablemente una frontera
corona de los pájaros fugaces
que vienen desde ayer
con alas limpias

allí nos alargamos con un poco
todavía de sueño entre las cejas
la madrugada es como un atajo
que nos lleva hasta otra madrugada

¡bienvenidas las luces
salvadas de las sombras!



Mario Benedetti - Vaivén

$
0
0
Los poemas y relatos
de Mario Benedetti.


Vení a dormir conmigo:
no haremos el amor, él nos hará.

Como casi siempre, al descubrirse, el desnudo y la desnuda se asombran de sus desnudeces. Como casi siempre, éstas son mejores que las de la memoria. Por supuesto, son jóvenes. Él es el primero en quebrar el encantamiento y la inercia. Sus manos se ahuecan para buscar y encontrar los pechos de ella, que al mero contacto lucen, se renuevan. Entonces, acariciando persuasivamente entre índice y pulgar los extremos radiantes, él dice o piensa: “No es que carezca de sentido de culpa, pero la verdad es que no me atormento. Las sensaciones vienen y se van, son aves migratorias, y cuando vuelven, si vuelven, ya no son las mismas. Se fueron frescas, espontáneas, recién nacidas, y regresan maduras, inevitablemente programadas. Entonces, ¿A qué ahogarse en el deber? El deber, al igual que el dolor (¿o será otra filial del dolor?), es un cepo. Esto hay que saberlo de una vez para siempre, si queremos que su gesto amargo, rencoroso, no nos sorprenda o nos frustre”.

El niño, calato como un ángel pero sin alas, inocente de su propia inocencia, camina por la playa desierta y madrugona, hundiendo cautelosamente sus pies, todavía rosados, todavía fríos, en esa cambiante frontera que separa la arena de la olita. Descubre un tibio placer en ese gesto neutro, misterioso, que lame sus tobillos. No reflexiona. Simplemente disfruta. El mar no tiene para él ni pasado ni futuro. Es tan solo una lengüeta que viene a acariciarlo, a darle la bienvenida. Y él corresponde y sonríe, a veces hasta ríe con breves carcajadas. En realidad, juega consigo mismo y con el mar. Y todavía no sabe que éste no se entera, todavía ignora que el mar es de una indiferencia insoportable, que el mar es la única tumba móvil, que el mar es la muerte en estado de pureza. En ese punto, el niño se detiene y ve a la niña.

Las colonizadoras manos de ella acarician la colonizada espalda de él, y empiezan a invadirlo, a abrazarlo, a tenerlo. Entonces ella dice o piensa: “Todo eso lo sé. Y sin embargo, en mí hay una vocación de permanencia, que , por otra parte, nunca he visto cumplida. Es obvio que el futuro está lleno de amenazas, de riesgos, de inseguridades, pero yo creo (de creer en y de crear), para mi uso personal, un cielo despejado. De lo contrario, el goce se me gasta antes de tiempo. Vos te aferrás al instante, ése es tu estilo. Mi instante, en cambio, quiere ser prólogo de otro, aunque lo más probable es que luego ese otro instante no comparezca. Algo o alguien puede matar mi futuro, pero quiero que sepas que mi futuro no es suicida”.


Lejos, en términos infantiles, pero bastante cerca en cualesquiera otros, la niña calata como otro ángel pero también sin alas, viene a su encuentro por la arena que aquí y allá se alza y vuela gracias al aire matinal y marino. No se atreve todavía a pisar el agua, sólo permite que la arena livianísima suba y baje por entre los finos dedos de sus pies brevísimos. Allá arriba, entre pinos y eucaliptus, están las casas de los padres, los tíos, los adultos en fin, que todavía se reponen de la fiesta de anoche. Al igual que el niño, tampoco ella reflexiona. Apenas si siente una repentina curiosidad por esa imagen rosácea que se acerca (o tal vez es ella la que se va acercando, ¿o serán ambos?) y le vienen ganas de hacerle una señal, un saludo, un signo. La niña abre los brazos y ve que la imagen rosácea también abre los suyos. Entonces se forma en sus labios una sonrisa primaria, en soledad, tan espontánea como autosatisfecha.

Ahora la boca del hombre se ha detenido en la oreja de ella y opta por pensar o decir: “¿Sabés una cosa? Tu oreja no siempre está desnuda. Sólo lo está cuando vos lo estás. Me gusta tu oreja desnuda, tal vez como una consecuencia de que me gustás así, como estás ahora. Después de todo, tenés razón: el instante es mi estilo. Es allí que lo juego todo. No ahorro disfrutes para vivir de esa renta en la tercera edad. Beso tu oreja como si nunca hubiera besado otra oreja. Por eso tu oído escucha estas palabras que nunca escuchó antes. Ni dije o pensé antes. El amor no es repetición. Cada acto de amor es un ciclo en sí mismo, una órbita cerrada en su propio ritual. Es, cómo podría explicarte, un puño de vida. El amor no es repetición”.

El niño y la niña se han ido acercando y se detienen cuando apenas un metro los separa. O ya no. Porque la niña avanza una mano hasta posarla en el hombro del niño, y nota que es un poco más alto que el hombro de ella. “¿Cómo te llamás?”, dice él para de alguna manera expresar el gusto que le da aquel contacto. “Claudia, ¿y vos?” “Marcos.” Él consigue suficiente coraje como para que su brazo derecho también avance hacia el brazo izquierdo de Claudia. “¿Siempre venís a la playa?”, pregunta él. “No, pero desde ahora vendré todos los días.” Marcos siente que está conmovido y Claudia ve que él se sonroja. También ella se sonroja, pero por solidaridad. Durante la pausa, ambos se miran en lo que son y en lo que difieren. Claudia dice, todavía inocente de su propia inocencia: “¿Qué tenés ahí”. Y se lo toca. Es un contacto leve, pero Marcos experimenta la primera alegría importante de sus seis años de vida.

La mujer mueve la cabeza hasta que sus labios rozan los de él y entonces dice o piensa: “Ya lo ves, has repetido que no es repetición. Y eso quiere decir algo. Digamos que es y no es. Todo es verdad. A mí, por ejemplo, me gusta repetir el amor, aunque reconozco que cada fase tiene un final distinto, una bisagra original que la una con la fase que vendrá. La repetición está en el comienzo y es como un eco, un recordatorio de la piel. A mí siempre me enternece recordar tu piel, pero sobre todo que tu piel me recuerde tu piel. No tengas miedo, en el amor (al menos, en mi amor) la repetición no se vuelve rutina. El acto mecánico, físico, puede (o no) ser igual o semejante, pero tu cuerpo y mi cuerpo nunca son los mismos. El sexo que hoy vas a ofrecerme no es el mismo del sábado pasado ni será, estoy segura, el del próximo martes, y el surco mío que lo reciba tampoco es ni será el mismo. El amor es y no es repetición”.

El veterano ha tenido un sueño frágil y bastante más joven que sus años reales. Mira el reloj en la mesa de noche y son las tres de la madrugada. A su lado la veterana duerme y sonríe, y es una sonrisa que él no le ve desde hace tiempo. El calor se introduce a través de las persianas. También entra el ruido de la discoteca de la planta baja. El veterano aprovecha el oasis del insomnio para evaluar su propia desnudez. Las várices lo insultan y él se resigna. Las articulaciones se quejan y él qusiera aceitarlas, pero ya no viene aceite para tales bisagras. A su derecha, la sábana de ella se ha deslizado al piso y él tiene ocasión de comprender una vez más ese cuerpo conocido y contiguo. Ella eleva un brazo para apoyar o medir su propia cabeza y el mechón canoso se confunde con la blancura de la almohada. Él acerca su mano, sin tocarla aún, y ella permanece inmóvil, con los ojos cerrados, despierta. Él retira su mano. Allá abajo, la discoteca es como otro reloj: marca el tiempo, lo desvela y revela.

Él se aparta un poco para mejor unirse, o sea para que sus manos, y de a ratos sus labios, puedan ir recorriendo colinas y hondonadas, rincones y llanuras. La piel de ella alternativamente se eriza o se abandona, en tanto que allá arriba la boca se entreabre y los ojos comienzan a cerrarse. Entonces él piensa o dice: “¿Cómo voy a programar o a calcular el amor de mañana o pasado, si tengo aquí esta concreta recompensa (o castigo) que sos vos, hoy? No te engaño si en este momento te confieso que te quiero toda, cuerpo y alma y alrededores, pero ¿para qué voy a hacerle descuentos a este deleite pronosticando qué sentiré el martes o el jueves? Si aparto mi mirada de tu vientre húmedo y contemplo allá enfrente el muro blanco, o más allá, si trato de vislumbrar el tallado infinito, me encontraré inexorablemente con esa última viga que es la muerte, y ésta es, por definición, el no amor. ¿Cómo no preferir mirarte a vos, que sos la vida o por lo menos una de sus más incitantes imitaciones?”

La veterana siente que algo o alguien se inmiscuye en su sueño y entonces se dispone trabajosamente a abrir sus ojos. Allí, a su izquierda, está la mirada de él. Le pregunta si no puede dormir, y él responde que sí puede pero no quiere. Ella comenta que, para la estación, ésta es una noche demasiado calurosa y que el ruido de abajo parece inacabable. Él asiente y luego dice: "Mañana se sumplen veintiocho años, ¿Te acordás?". Ella no hace comentarios, salvo con el ceño, que se encoge y se estira, vaya a saber por qué. Él inicia otro lento recorrido con su brazo. Ella no lo mira pero intuye que el brazo está viniendo. Cuando éste se detiene a pocos centímetros de su rostro, ella acerca su cabeza hasta lograr que su mejilla descanse sobre la palma que se ofrece.

Hay un silencio cálido, inexpugnable, que envuelve los dos cuerpos. De pronto, el hombre decide apoyar su oído sobre el poderoso ombligo de la mujer. Es como si a través del omphalos, esa cicatriz genérica, esa boca muda, la mujer murmurara o vibrara en el oído del hombre: “Quisiera tenerte siempre, pero me resigno a tenerte hoy. Quizás la diferencia resida en que mientras tu goce es explosivo, fulgurante, el mío, que acaso es más profundo, tiene ojeras de melancolía. No puedo evitar prever desde ahora, junto al buen azar de tenerte, el anticipo de la nostalgia que sentiré cuando no estés. Ya lo sé. Demasiado lo sé. Todo está claro. Todo estuvo claro desde el vamos. Pero que me resigne no incluye que te mienta. Y esto que yo, ombligo, dejo en vos, oído, es para que alguna vez te zumbe y al menos te preguntes qué será ese zumbido.

El veterano siente el otro cuerpo. No como antes, poro a poro, pero lo siente. Ambos saben de memoria qué cuenca de ella se corresponde con qué altozano de él. Encajan uno en otra, otro en una, como si conformaran un paisaje clásico, de postal o museo. Sólo que antes eran paisajes del último Van Gogh y ahora son del primer Ruysdael. Él demora en encenderse y ella lo sabe pero no se impacienta. El mensaje de la discoteca se filtra implacable por entre las persianas. La humedad de la madrugada los remite a otros otoños. Él sabe que aquí no vale rememorar la pasión como quien recorre un viejo códice. Pero esa misma distancia lo conmueve y percibe por fin que esa filtrada emoción es la legataria, la penúltima Thule, el corolario normal de la pasión antigua. Sólo entonces se siente crecer. Sólo entonces ella siente que él crece.

Ni el desnudo, ni la desnuda oyen campanas. Eso pasaba antes, en las fábulas familiares de las abuelas o, más cándidamente, en alguna marchita película de Burgess Meredith. Estos de ahora escuchan truenos lejanísimos, bocinas de ansiedad, ambulancias que aúllan, rock en ondas, y más confidencialmente, labios que se disfrutan, comunión de salivas. La mujer se estira en toda la extensión de su piel sabrosa, abre brazos y piernas, tal como si se desperezara pero más bien perezándose. Siente que la boca del hombre va ascendiendo a su boca y cuando por fin cada lengua se encuentra con su prójima, ambas proponen o resuelven o gimen: "Qué importa si es o no repetición, qué importa si es prólogo o desenlace. Estamos. Somos. Una y uno. Dejemos que la muerte nos odie desde lejos. Desde muy lejos. Somos. Estamos. Tan cerca de vos que soy vos. Tan cerca de mí que sos yo. Una + uno = une." Se unen, pues. El mundo queda fuera, con sus culpas, sus deberes, sus ropas. El desnudo y la desnuda son únicos testigos del amor sin testigos. Uno sobre otra, o viceversa, la humedad de sus vientres es de ambos. Los cuerpos (esos futuros, inevitables proveedores de ceniza) borran de un placerazo sus condenas y también se reconocen y trabajan. Trabajan y se gozan, únicos en el mundo, por fortuna olvidados. Entonces ella piensa o grita: "Vení", y él canta o piensa: "Voy". Y así, poco a poco (y al final, mucho a mucho) se ensimisma y celebra, se alucina y consuma el va-i-vén.


Luis Eduardo Aute - Alevosía

$
0
0
Esta frase pertenecece a la canción
"Sin tu latido" de Luis Eduardo Aute.


Más que amor, lo que siento por ti.
es el mal del animal,
no la terquedad del jabalí,
ni la furia del chacal...

Es el alma que se encela
con instinto criminal,
es amar, hasta que duela,
como un golpe de puñal...

Ay, amor, ay, dolor...
Yo te quiero con alevosía...

Necesito confundir tu piel
con el frío del metal,
o tal vez con el destello cruel
de un fragmento de cristal...

Quiero que tus sentimientos
sean puro mineral,
polvo de cometa al viento
del espacio sideral...

Nada envidio a la voracidad
de tu amante más letal,
ella espera tu fatalidad,
yo pretendo lo inmortal,

el espíritu que habita
tu belleza más carnal,
esa luz que resucita
el pecado original...


Mario Benedetti - Soledades

$
0
0
Esta frase pertenece al poema
"Bodas de perlas" de Mario Benedetti.


Ellos tienen razón
esa felicidad
al menos con mayúscula
no existe
ah pero si existiera con minúscula
sería semejante a nuestra breve
presoledad

después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad

ya sé que es una pobre deformación
pero cierto es que en ese durable minuto
uno se siente
solo en el mundo
sin asideros
sin pretextos
sin abrazos
sin rencores
sin las cosas que unen o separan


y en esa sola manera de estar solo
ni siquiera uno se apiada de uno mismo
los datos objetivos son como sigue

Hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos

claro que la soledad no viene sola

Si se mira por sobre el hombro mustio
de nuestras soledades
se verá un largo y compacto imposible
un sencillo respeto por terceros o cuartos
ese percance de ser buenagente

Después de la alegría
después de la plenitud
después del amor
viene la soledad

conforme
pero
qué vendrá después
de la soledad

a veces no me siento
tan solo
si imagino
mejor dicho si sé
que más allá de mi soledad
y de la tuya
otra vez estás vos
aunque sea preguntándote a solas
qué vendrá después
de la soledad.

Mario Benedetti - Ahora vale la pena

Galeano/Serrat - Secreta mujer

$
0
0
"Arránqueme, Señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme." Eduardo Galeano - El libro de los abrazos
Los mejores relatos y frases
de "El libro de los abrazos" de Eduardo Galeano.


No puedo dormir.
No puedo dormir.
Atravesada entre los párpados*
tengo una mujer,

secreta mujer
tan sol y tan luna
que abre mis ojos y me obliga a ver
mi desventura y mi fortuna.
Y no me deja dormir
esa mujer,
esa secreta mujer.

Arránqueme, señora, las ropas.
Desnúdeme.
Arránqueme, señora, las dudas.
Desdúdeme.
Arránqueme, Señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.**

Secreta mujer.
Secreta mujer.
Atravesada entre mis párpados*
le quiero decir,
le quiero pedir
que me deje, que se vaya.
Pero no puedo hablar a mi pesar.
Atravesada en la garganta*
me atormenta una mujer
esa mujer,
esa secreta mujer.

* Hace referencia al texto "La noche/1" de "El libro de los abrazos" de Eduardo Galeano.

**Cita textual de "La noche/2" de "El libro de los abrazos" de Eduardo Galeano.


Mario Benedetti - El hijo

$
0
0
Esta frase pertenece al poema
"Hombre preso que mira a su hijo" de Mario Benedetti.


De haber tenido un hijo
no lo habría llamado
ni mario ni orlando ni hamlet
ni hardy ni brenno
como reza mi fardo onomástico

más bien le habría
colgado un monosílabo
algo así como luis o blas o juan
o paz o luz si era mujer
de manera que uno pudiera convocarlo
con sólo respirar

de haber tenido un hijo
le habría enseñado a leer
en los libros y muros
y en los ojos veraces
y también a escribir
pero sólo en las rocas
con un buril de fuego

de modo que las lluvias
limpiaran sus palabras
defendiéndolas
de la envidia y la roña
y eso aunque nadie nunca
se arrimara a leerlas

de haber tenido un hijo
acaso no sabría qué hacer con él
salvo decirle adiós cuando se fuera
con mis heridos ojos
por la vida.


Mario Benedetti - Puentes como liebres

$
0
0
Los mejores cuentos, poemas y frases
de Mario Benedetti.




Iremos, yo, tus ojos y yo, mientras descansas, 
bajo los tersos párpados vacíos 
a cazar puentes, puentes como liebres, 
por los campos del tiempo que vivimos.
Pedro Salinas

 Había oído mencionar su nombre, pero la primera vez que la vi fue un rato antes de subir al vapor de la carrera. Mis viejos y mis hermanas habían venido a despedirme y estaban algo conmovidos, no porque viajara a Buenos Aires a pasar una semana con mis primos sino porque a mis dieciséis años nunca había ido solo "al extranjero". Ella también estaba en la dársena pero en otro grupo, creo que con su madre y con su abuela. Entonces mamá le dijo discretamente a mi hermana mayor: "Qué linda se ha puesto la hija de Eugenia Carrasco, pensar que hace dos años era sólo una gurisa". Mamá tenía razón: yo no podía saber cómo lucía dos años atrás la hija de Eugenia, pero ahora en cambio era una maravilla. Delgada, con el pelo rojizo sujeto en la nuca con un moño, tenía unos rasgos delicados que me parecieron casi etéreos y en el primer momento atribuí esa visión a la neblina. Luego pude comprobar que con niebla o sin niebla, ella era así. Al igual que yo, viajaba sola. Poco después ya con el barco en movimiento, nos cruzamos en un pasillo y me miró como reconociéndome. Dijo: "¿Vos sos el hijo de Clara?", exactamente cuando yo preguntaba: "¿Vos sos la hija de Eugenia?". Nos avergonzamos al unísono, pero fue más cómodo soltar la risa.

 Tomé nota de que cuando reía, podía ser una pícara que se hacía la inocente, o viceversa. Inmediatamente cambié mi rumbo por el suyo. Iba pensando proponerle que cenáramos juntos y ensayaba mentalmente la frase cuando nos encontramos con el restaurante, así que se lo dije. "Y mirá que tengo plata". Me gustó que aceptara de entrada, sin recurrir al filtro de negativas e insistencias tan usado por los adultos en los años treinta. "Ah, pero somos algo más que el hijo de Clara y la hija de Eugenia, ¿no te parece? Yo me llamo Celina.""Y yo Leonel". El mozo del restaurante nos tomó por hermanos. "Qué aventura", dijo ella.

 Estuve por decir aventura incestuosa, pero pensé que iba demasiado rápido. Entonces ella dijo "aventura incestuosa" y no tuve más remedio que ruborizarme. Ella también pero por solidaridad, estoy seguro. Me preguntó si sabía en qué estaba pensando. Qué iba a saber. "Bueno, estoy pensando en la cara que pondría mi abuela si supiera que estoy cenando con un muchacho".

 Albricias: el muchacho era yo. Y el mozo que me preguntaba si iba a pedir el menú económico. Por supuesto. Y el mozo que preguntaba si mi hermanita también. Y ella que sí claro, "por algo somos inseparables". Se fue el mozo y dije: "Ojalá". "Ojalá qué". Me di cuenta de que había conseguido desorientarla. "Ojalá fuéramos inseparables". Ella entendió que era algo así como una declaración de amor. Y era. Cuando estábamos terminando la crema aurora, me preguntó por qué había dicho eso, y estaba seria y lindísima. Yo no estaba lindísimo pero sí estaba serio cuando imaginé que la mejor respuesta era enviarle mi mano por entre el tenedor y las copas, pero ella: "Ay no, acordate que somos hermanitos". Hay que ver los problemas que tenían los chicos, allá por 1937, en los preámbulos del amor. Era como si todos, las madres, las tías, las madrinas, las abuelas, los siglos en fin, nos estuvieran contemplando. Entonces, con las manos muy quietas pero crispadas, le contesté por fin que le había dicho eso porque me gustaba, nada más. Y ella: «Me gusta como decís que te gusto». Ah, pero a mí me gustaba que a ella le gustara cómo decía yo que me gustaba. Sí, ya sé, qué pavadas. Pero a nosotros nos sonaban como clarinadas de genio, de esas que aparecen en los diccionarios de frases famosas. Cuando estábamos en el churrasco ella dijo que hasta ahora no se había enamorado, pero quién sabe. "Además, sólo tengo quince años". Y yo dieciséis. Pero quién sabe. Y desplegaba su sonrisa. Comparada con la suya, la de la Gioconda era una pobre mueca. Debo agregar que, a pesar de sus rasgos etéreos, demostró un apetito voraz.

 Del churrasco no quedaron ni huellas. Yo por lo menos dejé una papa, nada más que para que el mozo no pensara que éramos unos muertos de hambre. En el postre nos cantamos las vidas. En su clase había quien le tenía ojeriza porque era la única que obtenía sobresalientes en matemáticas. "A mi también me entusiasman las matemáticas". Exclamé radiante y hasta me lo creí, pero sólo era una mentira autopiadosa, ya que entonces las odiaba y todavía hoy me dura el rencor. Sus padres estaban separados, pero lo había asimilado bien. "Era mucho peor cuando estaban juntos y se insultaban a diario". Lamenté profundamente que mis padres no se hubieran divorciado, más bien estaban contentos de estar juntos. Lo lamenté porque habría sido otra coincidencia, pero la verdad es que no me atreví a modificar de ese modo la historia. "Leonel, no lo lamentes, es mucho mejor que se lleven bien, así se ocupan menos de vos. Si viven agraviándose, se quedan con una inquina espantosa y después se desquitan con uno". Tomamos café, que estaba recalentado, casi diría que repugnante, pero ni ella ni yo teníamos ganas de volver a nuestros respectivos camarotes. Celina compartía el suyo con dos viejas; yo, con tres futbolistas. Menos mal que la noche estaba espléndida. Aquí ya no había niebla y la Vía Láctea era emocionante. Estuvimos un rato mirando el agua, que golpeaba y golpeaba, pero hacía frío y decidimos sentarnos adentro, en un sofá enorme. Ella se puso un saquito porque estaba temblando, y yo, para transmitirle un poco de calor, apoyé mi largo brazo sobre sus hombros encogidos. El ruido del agua, el olor salitroso que nos envolvía y los pasillos totalmente desiertos, creaban un ambiente que me pareció cinematográfico. Era como si actuáramos dentro de una película. Nosotros, la pareja central.


 Estuvimos callados como media hora, pero los cuerpos se contaban historias, hacían proyectos, no querían separarse. Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, yo balbuceé: "Celina". Movió apenas el cabello rojizo, sin mirarme, a modo de saludo. Un largo rato después, cuando yo creía que estaba dormida, dijo despacito: "Pero quién sabe". La segunda vez fue siete años más tarde. Me había quedado solo en Montevideo. Toda la familia estaba en Paysandú, con mis tíos. Yo no había podido acompañarlos porque había dejado de estudiar y trabajaba en una empresa importadora.

 El gerente era un inglés insoportable: o sea que estaba totalmente descartado el que yo pidiera una semana libre. El leitmotiv de su puta vida eran los repuestos para automóviles, que constituían el principal renglón de la empresa. Hablaba de pistones, pernos, válvulas de admisión y de escape, aros, cintas de freno, bujías, etc. Con una fruición casi sibarítica.

 Reconozco que también hablaba de golf y los sábados siempre aparecía con los benditos paños, porque al mediodía, cuando cerrábamos, se iba con el hijo al club, en Punta Carretas, y allí se hacían la farrita. Era un mediocre, un torpón y sin embargo autoritario, enquistado en un gesto definitivamente agrio que también incluía el hijo, que era flaquísimo y curiosamente se llamaba Gordon. Al viejo sólo lo vi hacer bromas y reírse en falsete cuando venía de inspección, cada tres meses, el director general, un yanqui retacón de cogote morado, nada torpe por cierto que no jugaba al golf ni entendía demasiado de pernos y bujías, pero que vigilaba el negocio como un sabueso y en el fondo despreciaba profundamente a aquel británico de medio pelo y ambición chiquita. Reconozco que esos matices los advierto ahora, a varios lustros de distancia, pero en aquel entonces no hacía distingo: odiaba a ambos por igual. Mi trabajo era múltiple. Vendía accesorios en el mostrador, atendía la caja, cotejaba cada factura con la mercancía correspondiente (se habían detectado varias evasiones de pistones) y en los ratos libres, o en horas extras, el gerente me llamaba para dictarme cartas que yo tomaba taquigráficamente. Ocho o nueve horas en ese ritmo me dejaban aturdido y fatigado. De más está decir que no era un trabajo esplendoroso. Esa tarde estaba en el mostrador midiendo unos pernos que pedía un mecánico, cuando se hizo un silencio. Eso siempre ocurría en las escasas ocasiones en que entraba al comercio una mujer joven. Nuestros artículos no eran especialmente atractivos para el público femenino. Sin embargo, además de los accesorios para automóviles vendíamos linóleo, motores fuera de borda y cajas de herramientas, y dos o tres veces al año entraba alguna dama a pedir precios en cualquiera de esos rubros, aclarando siempre que se trataba de un regalo o de un encargo. Yo seguí con los pernos, discutiendo además con el mecánico, que juraba y perjuraba que no eran para un Ford V8, como yo le decía. Al fin pude convencerlo con argumentos irrebatibles y pagó su compra con cara de derrotado. Levanté los ojos y era Celina. Al principio no la reconocí. Se había convertido en una mujercita de primera. Ya no era etérea, pero irradiaba una seguridad y un aplomo que impresionaban. Además, no era exactamente linda sino hermosa. Y yo, con las manos sucias del aceite de los pernos, no salía de mi estupor. "Pero, Leonel, ¿qué hacés entre tantos fierros?". Lo sentí como un agravio personal: para ella todos aquellos carísimos accesorios que proporcionaban pingües ganancias a la empresa, eran sólo fierros. "¿Y vos? ¿Venís a comprar alguno?" No, simplemente se había enterado de que yo trabajaba allí y se le ocurrió saludarme, ¿Dónde se había metido desde aquella vez? Nunca más había sabido de ella. Hasta las mujeres de mi familia le habían perdido al rastro. "Estuve en Estados Unidos, en realidad todavía vivo allí, pero la historia es larga, no querrás que te la cuente aquí". De ninguna manera, y menos ahora que el inglés ha empezado a pasearse con las manos atrás, y yo conozco ese preludio. Así que quedamos en encontrarnos esa noche. ¿Dónde? En mi casa, en la suya, en un café, donde quiera. "Tiene que ser hoy, ¿sabés?, porque mañana me voy de nuevo". Y el gerente, en vez de disfrutar de aquellas piernas que se alejaban taconeando, me miró con su severidad despreciativa y colonizadora. Por las dudas, escondí mi nariz en una caja de arandelas. Vino a mi casa y yo no había tenido tiempo de decirle que estaba solo. Ahora pienso que tal vez no se lo habría dicho aunque hubiese tenido tiempo. El proyecto era tomar unos tragos e irnos a cenar, pero al llegar me dio un abrazo tan cálido, tan acompañado de otras sustentaciones y recados, que nos quedamos allí nomás, en un sofá que se parecía un poco al del barco, sólo que esta vez no apoyó su cabeza en mi hombro y además no temblaba sino que parecía inmune, segura, ilesa. Con siete años de incomunicación, tuvimos que contarnos otra vez las vidas. Sí se había ido a los Estados Unidos, enviada por la familia. Estaba estudiando psicología, quería concluir su carrera y luego regresar. No, no le gustaba aquello. Tenía amigos inteligentes, pródigos, entretenidos, pero observaba en la conducta de los norteamericanos un doble nivel, un juego en duplicado: y esto en la amistad, en el sexo, en los negocios. Herencia del puritanismo, tal vez. Todos tenemos una dosis más o menos normal de hipocresía, pero ella nunca la había visto convertida en un rasgo nacional. No podía conformarse con que yo estuviera vendiendo accesorios de automóviles. "¿No lo hago bien?". "Claro que lo hacés bien, ya vi como convenciste a aquel mecánico tan turro. Se ve que sos un experto en fierros. Pero estoy segura de que podés hacer algo mejor. ¿No te gustaban tanto las matemáticas?""Nada de eso, aquella noche lo dije para que tuviéramos un territorio común. Además estoy seguro de que, si hubieras estado junto a mí, al final me habrían gustado, pero desapareciste, y mañana te vas". Se va y no puedo creerlo. Por primera vez tomo conciencia de mi desamparo, por primera vez me digo, y se lo digo, que con ella puedo ser mucho y que sin ella no seré nada. Responde que sin mí ella tampoco será nada, pero que no hay que obligar al azar. "Ves como nos separamos y él viene y nos junta. Quién puede saber lo que vendrá. A lo mejor yo me caso, y vos también, por tu lado. No hay que prometer nada porque las promesas son horribles ataduras, y cuando uno se siente amarrado tiende a liberarse, eso es fatal". Era lindo escucharla pero era mejor sentirla tan cerca. En ese momento me pareció que ella también tenía un doble nivel, pero sin hipocresía. Quiero decir que mientras desarrollaba todo ese razonamiento tan abierto al futuro, sus ojos me decían que la abrazara, que la besara, que iniciara por fin los trámites básicos de nuestro deseo. Y cómo podía negarle lo que esos ojos tan tiernos y elocuentes me pedían. La abracé, la besé. Sus labios eran una caricia necesaria, cómo podía haber vivido hasta ahora sin ellos. De pronto nos separamos, nos contemplamos y coincidimos en que el momento había llegado. Pero cuando yo alargaba mi mano hasta su escote, casi dibujado por anticipado el ademán de ir abriendo el paraíso, en ese instante llegó el ruido de la cerradura en la puerta de abajo. "Mis padres" dije, "pero si iban a regresar mañana". No eran mis padres sino mi hermana mayor. "Hola Marta, qué pasó". Mamá se había sentido mal, por eso ella venía a buscarme. Le pregunté si era algo serio y dijo que probablemente sí, que papá estaba con ella en el sanatorio. "Perdón, con la sorpresa omití presentarte a Celina Carrasco. Esta es Marta, mi hermana". "Ah, no sabía que se conocían. ¿Pero no estabas en el extranjero?""Si, vive en los Estados Unidos y regresa mañana". "Bueno", dijo Celina con la mayor naturalidad, "ya me iba, todavía tengo que hacer las valijas, ya saben lo que es eso. Espero que no sea nada serio lo de tu mamá". "Gracias y buen viaje", dijo Marta. El azar estuvo esta vez remolón, ya que la ocasión siguiente sólo apareció en 1965. Yo ya no trabajaba entre los fierros. Unos meses después de la muerte de mamá, el viejo me llamó muy solemnemente y me comunicó que su propósito era hacer cuatro porciones con el dinero y los pocos bienes que tenía: él se quedaría con una, y las otras tres serían para mí y mis dos hermanas. Me indigné, traté de convencerlo: que él todavía era joven, que podía necesitar ese dinero, que nosotros teníamos nuestros ingresos, etc., pero se mantuvo. Le alcanzaba perfectamente con la jubilación y en cambio para nosotros ese dinero podía ser la base para algún buen proyecto. Y que concretamente en mi caso ya estaba bien de vender válvulas y cintas de freno. Y que no se admitían correcciones a la voluntad paterna. Así fue. Marta se buscó una socia y abrió una boutique en la calle Mercedes; mi hermana menor, Adela, menos emprendedora, simplemente invirtió la suma en bonos hipotecarios; por mi parte, dije adiós sin preaviso al gerente golfista y su mal humor e instalé mi viejo sueño, una galería de arte. Le puse un nombre obviamente artístico: La Paleta. Algunos amigos quedaron desconsolados con mi escasa imaginación, pero yo, cuando venía por Convención y contemplaba desde lejos el letrero Galería La Paleta, me sentía casi Ufano. Ah, me olvidaba de algo importante: en 1950 me había casado. Creo que tomé la decisión cuando supe, por un pintor uruguayo residente en Nueva York, que Celina se había casado en los Estados Unidos con un arquitecto venezolano. Mi mujer, Norma, trabajaba en un Banco y de noche era actriz en un teatro independiente. Tuvo algunos buenos papeles y los aprovechó. Yo iba siempre a los estrenos y en compensación ella venía a La Paleta cuando se inauguraba una muestra. Pero debo reconocer que nos veíamos poco. En una ocasión (creo que era una obra de autor italiano) Norma debía aparecer desnuda tras una mampara no transparente sino traslúcida. Digamos que no se veía pero se veía. La noche del estreno me sentí ridículo por dos razones: la primera, que una platea repleta presenciara (ay, en mi presencia) y aplaudiera el lindo cuerpo de mi mujer, y la segunda: si éramos civilizados no podía ser que yo me sintiera mal, y sin embargo me sentía. Ergo, era un producto de la barbarie. Después de esa autocrítica, me divorcié. No pude sin embargo contarle esa historia a Celina porque si bien vino al cóctel de La Paleta (se inauguraba la muestra retrospectiva de Evaristo Dávila), lo hizo acompañada de su arquitecto venezolano quien para colmo se interesaba abusivamente por la pintura y no sólo me hizo poner una tarjeta de adquirido bajo dos lindas acuarelas de Dávila (eran más baratas que los óleos) sino que se prometió y me prometió venir nuevamente por la galería antes de emprender el regreso a Los Ángeles, y todo ello "porque a esta altura del partido, los cuadros son la mejor inversión". Celina me acribilló a preguntas. Sabía que me había casado, pero cuando me preguntó por mi mujer ("Ya sé que es encantadora, ¿tenés hijos?, sé de qué se ocupa, se llama Norma ¿no?") se quedó con la boca abierta cuando le dije que nos habiamos divorciado. Emergió como pudo de aquel bache, sobre todo porque el arquitecto frunció el ceño y ella no tuvo más remedio que dedicarse a elogiar la galería. "¿Viste como yo tenía razón? Era un crimen que estuvieras enterrado en aquella empresa espantosa, con aquel gerente tan desagradable. Supe que tu mamá había fallecido, pero no habrá sido precisamente aquella noche en que llegó tu hermana, ¿verdad?" Sí, había sido precisamente aquella noche. Me dije que seguía siendo muy atractiva pero que sin embargo había perdido un poco, no demasiado, de su frescura, y eso se advertía sobre todo en su risa, que ya no estaba a medio camino entre la inocencia y la picardía, sino que era primordialmente sociable.

 Me dije todo eso, pero a ella en cambio le aseguré que se la veía muy rozagante. Me pareció que el arquitecto esbozaba una sonrisa de comisuras irónicas, pero quizá fue un falso indicio.

 Seguían viviendo en Estados Unidos pero querían mudarse a San Francisco. "Es la única ciudad norteamericana que soporto, debe ser porque tiene cafés y no sólo cafeterías y te podés quedar sentado durante horas junto a una ventana leyendo el diario con un solo exprés". Por fortuna el arquitecto se encontró un viejo amigo, el abrazo fue entusiasta y los palmoteos en las respectivas nucas sirvieron de prólogo a un aparte íntimo en el que presumiblemente se pusieron al día. Yo aproveché para mirarla a los ojos y hacerle una pregunta que evidentemente ella había tratado de frenar mediante aquella superflua animación: "¿Cómo estás realmente?". Cerró los ojos durante unos segundos y cuando los abrió era la Celina de siempre, aunque más apagada. "Mal", dijo. A la hora convenida, ya no recuerdo cuál era, la gente había aparecido simultáneamente desde las calles laterales, desde los autos estacionados, desde las tiendas, desde las oficinas, desde los ascensores, desde los cafés, desde las galerías, desde el pasado, desde la historia, desde la rabia. Ya hacía dos semanas que, como respuesta al golpe militar, la central de trabajadores había aplicado la medida que tenía prevista para esa situación anómala: una huelga general. Mientras caminaba, como los otros miles, por Dieciocho, pensé que a lo mejor era sólo un sueño. Todo había sido tan vertiginoso y colectivo. Además la gente se movía como en los sueños, casi ingrávida y sin embargo radiante. Cada uno tenía conciencia de los riesgos y también de que participaba en un atrevido pulso comunitario, casi un jadeo popular. Era como respirar audiblemente, osadamente, con mis pulmones y los de todos. Nunca sentí, ni antes ni después de aquel 9 de julio del 73, un impulso así, una sensación tan nítida y envolvente de a dónde iba y a qué pertenecía. Nos mirábamos y no precisábamos decirnos nada: todos estábamos en lo mismo. Nos sentíamos estafados pero a la vez orgullosos de haber detectado y denunciado al estafador. Creíamos que nadie podría con nosotros, así desarmados e inermes como andábamos, pero sin la menor vacilación en cuanto a desembarazarnos de esos alucinantes invasores que nos apuntaban, nos condenaban. Y cuanto más terreno ganaban la tensión, cuanto más rápido era el paso de hombres y mujeres de muchachos y muchachas, tanto más verosímil nos parecía ese remolino de libertad. Recuerdo que en los balcones había mucho público, como si fuéramos los protagonistas de una parada antimilitar. De pronto me acordé: alguna vez había estado en uno de esos balcones, cuando había pasado el general De Gaulle bajo un terrible aguacero, chorreante y enhiesto como el obelisco de la Concorde. Y también recordé cómo bullía la avenida allá por el 50, cuando contra todos los vaticinios la selección uruguaya le había ganado a la brasileña en la final de Maracaná. Y más atrás, cuando la reconquista de París en la segunda guerra. Por la avenida siempre había pasado el aluvión. Y ahora también. Uno se cruzaba con el amigo o el vecino y apenas le tocaba el brazo, para qué más. No había que distraerse, no había que perder un solo detalle. También nos cruzábamos con desconocidos y a partir de ese encuentro éramos conocidos, recordaríamos esa cara no para siempre, claro, pero al menos hasta la madrugada, porque nuestras retinas eran como archivos, queríamos absorber esa entelequia, queríamos concretarla en transeúntes de carne y hueso. Nada de abstracciones, por favor. Los labios apretados eran conscientes y reales; las sonrisas del prójimo, sucintas y ciertas. La calle avanzada incontenible, con sus vidrieras y balcones; la calle articulada, en inquietante silencio, su voluntad más profunda, su dignidad más dura. Los obreros esos que pocas veces bajan al centro porque la fábrica los arroja al hogar con un cansancio aletargante, aprovechaban a mirar con inevitable novelería aquel mundo de oficinistas, dependientes, cajeras, que hoy se aliaba con ellos y empujaba. No había saña, ni siquiera rencor, sólo una convicción profunda, y hasta ahí no llegaba lo planificado.


 Las convicciones no se organizaban; simplemente iluminan, abren rumbos. Son un rumor, pero un rumor confirmado que sale del suelo como un seísmo. Y así, como un rumor, como un murmullo que venía en ondas, empezó a oírse el himno, desajustado, furioso y conmovedor como nunca. Cuando unos silabeaban y que heróicos sabremos cumplir, otros, más lentos o minuciosos, estaban aún estancados en el voto que el alma pronuncia. Pero fue más delante, en el tiranos temblad, o sea en pleno bramido con destinatarios, cuando la vi, a diez metros apenas, cantando ella también como una poseída. Y en esta cuarta vez, además del lógico sacudimiento, sentí también un poco de recelo, un amago casi indiscernible de desconcierto, la sospecha de haberme quedado no sólo lejos de su vida, como siempre había estado, sino fuera de su mundo y fuera también de su belleza, que aún a sus cincuenta (en octubre cumplirá cincuenta y uno) seguía siendo persuasiva; fuera de sus noticias, de su vida cotidiana, de sus ideas, y fuera también de este entusiasmo atronador en que estábamos envueltos, porque no lo habíamos alcanzado juntos sino cada uno por su lado, coleccionando destrozos y solidaridades. Sin embargo, de una cosa no me cabía duda: era la única mujer que realmente me había importado y aún me importaba. Hacía algunos meses, cuando había vendido La Paleta y abierto una librería de viejo en el Cordón (los amigos esta vez me convencieron de que no la llamara Tomo y lomo, como había sido mi intención, sino sencillamente Los cielitos), un cliente me dijo al pasar que el arquitecto Trejo y su mujer pensaban regresar de San Francisco para quedarse en Montevideo. En qué momento. Dejé pasar unas semanas y cuando estaba averiguando sus nuevas señas, vino el golpe y no sólo ese propósito sino todos los propósitos quedaron aplazados. El país entero quedó aplazado. Y ahora ella estaba allí. La veía y enseguida la perdía de vista. A veces distinguía su tapado azul, o su cabeza que ya no era roja, pero de nuevo la perdía. Y así avanzaba, procurando no dar codazos porque en aquella muchedumbre no había enemigos. Pero ella, que no me había visto, también se movía y no precisamente hacía mí. Entonces hubo un aaah de alerta, que fue creciendo, y luego gritos y corridas y gente que tropezaba y caía, porque la represión había empezado y sonaban disparos y tableteos y había humo y palos y yo queriendo verla, intentaba correr hacia ella, pero en la confusión las distancias variaban de minuto en minuto y ya era bastante la furia que se descargaba sobre nosotros y había que escapar, tiranos temblad, quizá el temblor era ese tableteo, y todo seguía aconteciendo en un nivel onírico, sólo que esos uniformados no eran ingrávidos y el sueño se había convertido en pesadilla. La quinta vez fue en Atocha, antes de que tomáramos el tren nocturno que iba a Andalucía, un domingo de octubre de 1981. Yo llevaba cinco años viviendo en Madrid, como tercera escala del exilio. Dos días después de aquel imborrable 9 de julio, fueron a buscarme a casa de Norma, mi ex mujer, quien tuvo el buen tino de decirles que, aunque estabamos separados, tenía la impresión de que yo había viajado al extranjero. ¿Dónde? "Ni idea, él siempre viaja mucho y lógicamente, dada nuestra actual situación, no se molesta en comunicármelo". Buena actriz, por suerte. Y yo un sedentario congénito, tuve que irme a hurtadillas. Pero aun así, antes de cruzar la frontera, escondido en casa de amigos por tres o cuatro días, pude averiguar que Celina había sido detenida.

 También su hijo. Me aseguraron que el arquitecto no salía de su estupor, y que era un estupor con doble llave. Primero estuve en Porto Alegre, luego en París, por fin en Madrid, donde no me fue fácil conseguir trabajo. Durante seis meses viví de lo poco que me mandaban mis hermanas, pero esa ayuda me provocaba (resabios de machismo, claro) una incomodidad casi a flor de piel. Me sentía un gígolo de mis propias hermanas, y eso, en mi marco de pequeño burgués progresista, era un escándalo. Por suerte, un buen grabador mexicano a quien yo conocía desde tiempo atrás porque había expuesto sus litografías en La Paleta, me presentó a la propietaria de una rimbombante galería del barrio de Salamanca, habló maravillas de mi conocimiento del ramo y como resultado empecé a trabajar. La dueña, una noruega veterana y buena tipa, pese a que no creyó una sola palabra del panegírico, se mostró dispuesta a sacarme del pozo. Más tarde se fue convenciendo de que yo podía serle de utilidad y empezó a mandarme a provincias a fin de que descubriera jóvenes promesas.

 Reconozco que descubrí varias, y doña Sigrid, como yo la llamaba, me fue tomando confianza. Esta vez me enteré rápidamente de la presencia de Celina en Madrid. Había pasado tres años en la cárcel, acusada de servir de correo internacional, el servicio de actividades "subversivas". La habían tratado mal, pero no tan mal como a otras mujeres, casi todas mucho más jóvenes, que cayeron en aquellas jornadas de espanto. Por un lado su edad (cuando fue detenida tenia 52 y al salir 55) y sus maneras dignas y seguras que establecían una inevitable distancia con aquellos omnipotentes en bruto, y por otro sus vinculaciones con medios diplomáticos y políticos, hicieron que los militares le guardaran cierta consideración, aunque esta siempre estuviera ligada a algo que para ellos constituía un enigma: por qué una dama culta, de buena familia, de aspecto impecable, de hábitos refinados, había arriesgado su confort, su libertad y hasta su matrimonio, comprometiéndose en una tarea loca, irresponsable, y para ellos sobre todo delictiva. Como en el fondo querían ser suaves con ella (aunque por supuesto sin hacerse acreedores a ningún tirón de orejas, ni de galones) fabricaron para sí mismos una explicación que les pareció verosímil: el hijo había estado metido hasta el pescuezo en faenas conspirativas y ella simplemente le había dado una mano. Una vez que la motivación adquirió un tinte maternal, y por ende familiar, occidental y cristiano, ya estuvieron en condiciones de tolerar su propia tolerancia. Hubo, es cierto, un suboficial que en un interrogatorio especialmente duro, frente a los altivos desplantes de la detenida perdió la compostura y la abofeteó varias veces, partiéndole el labio y dejándole un ojo tumefacto, pero también es cierto que el impulsivo fue sancionado. Celina (todo lo fui sabiendo poco a poco, por amigos comunes) se sentía, en medio de todo, una privilegiada, ya que luego compartió su celda con varias muchachas que estaban literalmente reventadas. En cuanto a su hijo, sólo pudieron probarle una mínima parte de la pirámide de acusaciones, pero a él sí lo torturaron con delectación y estuvo cuatro meses en el Hospital Militar. Cumplió su condena de cinco años y luego lo deportaron. Ahora vivía con su mujer en Gotemburgo. Para Celina esos años fueron decisivos. La prisión había cortado su vida en dos, y la libertad la había esperado con una pródiga canasta de problemas. En primer término, su matrimonio. La falta de solidaridad demostrada por el arquitecto (siempre había sido un hombre estrechamente vinculado a las transnacionales) había liquidado la convivencia conyugal, ya seriamente deteriorada en el momento de la detención. Fueron seis meses de discusiones interminables y por fin Celina decidió romper una unión que había durado nada menos que treinta años. Cuando todo estaba resuelto y habrían por lo menos llegado al acuerdo de iniciar el divorcio una vez que Trejo regresara de un corto viaje a su paraíso norteño, el proyecto tuvo una brusca e imprevista modificación, ya que el arquitecto sufrió un síncope en el aeropuerto Kennedy, exactamente cuando los altavoces llamaban para su vuelo de Pan American. Mientras el hijo siguió en el penal, Celina permaneció en Montevideo, a pesar de que el muchacho, en cada visita, le pedía que se fuera: "Yo sé por qué te lo digo. Andate vieja". Pero la vieja sólo hizo sus bártulos cuando él le telefoneó desde Estocolmo que había llegado bien.

 Precisamente, Celina venía ahora de Suecia, donde había pasado un mes con el hijo y la nuera. Su proyecto era estar dos meses en España y luego decidiría. Su situación económica le daba cierta seguridad, y aunque ayudaba frecuentemente al hijo, no pasaba dificultades. Cuando la localicé por teléfono, gritó "Leonel" antes de que le aclarara quién la llamaba. Teníamos que vernos, claro, pero le dije que el domingo yo debía partir por tren nocturno hacía Andalucía y le propuse que me acompañara, así aprovechábamos el viaje a Huelva y Málaga y Granada para contarnos una vez más quiénes éramos. Hubo veinte segundos de silencio que me parecieron media hora y por fin dijo que bueno.

 Yo me encargaría de los billetes y de reservar los compartimentos, individuales y de primera por supuesto. ¿De acuerdo? De acuerdo. Imaginé que estaría sonriendo y que aún ahora la Gioconda saldría perdidosa. La noche del domingo llegué a Atocha media hora antes de lo convenido. Ella en cambio apareció con veinte minutos de retraso. Desde lejos venía pidiendo perdón, perdón, y lo siguió diciendo ya muy quedo junto a mi oído cuando nos abrazamos. No había tiempo para ternuras, de modo que fuimos casi corriendo hasta el andén y por el andén hasta el final, donde estaba nuestro vagón. En realidad subimos dos minutos antes de que el convoy comenzara a moverse. Un tipo bastante amable nos acompañó hasta nuestras respectivas cabinas individuales, tal vez un poco extraño de que no tuviéramos una doble. Dejamos el equipaje y los abrigos y sólo entonces tuvimos tiempo de mirarnos. "En marzo voy a ser abuela", fue lo primero que me dijo. Algo así como una alerta. "Ah, yo no. Para no correr ese riesgo espantoso, tomé la precaución de no tener hijos". Nos volvimos a mirar, pero indirectamente, gracias al cristal de la ventanilla. "Leonel, ¿será que por fin estaremos tranquilos vos y yo?""Querida, has cometido tu primer error: yo no estoy tranquilo". Tomé su mano y la conduje hasta el reloj llamado cuore. El mío, claro. "Falluto, es por la corrida. A tus años. Mira que no quiero chantajes cardiovasculares". Mi desilusión debió notarse porque apartó la mano del reloj y la pasó por mi pelo. "Quiero empezar por un comunicado oficial", dijo, "he llegado a la conclusión de que te quiero". "¿Y entonces por qué desaparecías y te ibas a los Estados Unidos y te casabas y todas esas cosas horribles?". "Yo también podría preguntarte por qué te quedabas y te desgastabas entre los fierros y llegaba de improviso tu hermana y te casabas y te divorciabas y todas esas cosas horribles". Sí, era cierto. En algún momento deberé darme la cabeza contra el muro. Fuimos a cenar al vagón restaurante, pero no había ni crema aurora ni churrasco, así que tuvo que ser jamón de York y trucha a la almendra. "¿No te parece que desperdiciamos la vida?". "También hubo cosas buenas. Pero si te referís a la vida nuestra, a la vida vos y yo, estoy de acuerdo, la desaprovechamos". Avancé la mano, como en el vapor de la carrera, por entre las copas y el tenedor, y ella la aceptó: "Aquí no somos hermanitos". Tuve la impresión de que recordábamos todas nuestras frases (después de todo, no eran tantas) pronunciadas desde 1937 hasta ahora. Glosé otro versículo: "Tampoco somos inseparables". "¿Te parece que no? Fíjate que siempre volvemos a encontrarnos". Venía el camarero, traía y llevaba platos, vino, agua mineral, postres, café y no sentíamos vergüenza de que nos sorprendiera mirándonos, y no como rutina, sino así, encandilados. Pagamos.


 Volvimos al vagón, estuvimos un rato en el pasillo vigilando luces que llegaban, nos cruzaban y se iban, Le rodeé los hombros y ella recostó la cabeza. Como por ensalmo, los cuerpos empezaron a contarse historias, a hacer proyectos. No querían separarse. "Mañana en el hotel podríamos tener una habitación doble", dije. "Podríamos". De pronto me apretó el brazo, no dijo nada y se metió en su cabina. Me quedé un rato más en el pasillo, luego entré en la mía. Me quité la ropa, me puse la pijama, me lavé los dientes, bebí un vaso de agua. Sin demasiada convicción saqué de mi maletín los cuentos de Salinger que pensaba leer. Pero antes de acostarme toqué suavemente con los nudillos en la puerta doble que separaba los compartimentos. Del otro lado también hubo nudillos y algo más. El cerrojo de la segunda puerta sonó duro, decidido. También descorrí el de mi lado. Nunca se me había ocurrido que si dos pasajeros se ponen de acuerdo en abrir la puerta doble, las cabinas pueden comunicarse. Celina. Ya no es pelirroja ni delgadita ni sus rasgos etéreos han de confundirse con la niebla. También yo soy otra imagen. No preciso buscarme en el espejo desalentador. Sé que dos fiordos anuncian una calvicie que ni siquiera es prematura. Tengo un poco de barriga, vello blanco en el pecho, manos con las inconfundibles manchas del tiempo. Ella apaga la luz, pero a veces algún foco atraviesa las estrías de la persiana y nuestros cuerpos aparecen, pero con barrotes de sombra, casi como dos cebras, esos pobres animales que jamás están desnudos. Nosotros sí. Nunca habíamos tenido nuestras desnudeces. Es un descubrimiento. Los besos del goce, las lenguas del apremio, los vellos contiguos por fin se reconocen, se piden, se inquieren, se responden. Es incómodo hacer el amor en un ferrocarril, pero mucho más incómodo es no hacerlo. El jadeo del tren se funde con el nuestro, es un compás como el de un barco. Fuera el viento golpea como hace tantos años golpeaba el río como mar, y en realidad es mi adolescencia la que penetra alborozada en los quince años de mi único amor.


Jaime Sabines - Me dueles

$
0
0
Los mejores poemas y frases
de Jaime Sabines.


Mansamente, insoportablemente, me dueles.
Toma mi cabeza. Córtame el cuello.
Nada queda de mí después de este amor.

Entre los escombros de mi alma, búscame,
escúchame.
En algún sitio, mi voz sobreviviente, llama,
pide tu asombro, tu iluminado silencio.

Atravesando muros, atmósferas, edades,
tu rostro (tu rostro que parece que fuera cierto)
viene desde la muerte, desde antes
del primer día que despertara al mundo.

¡Qué claridad de rostro, qué ternura
de luz ensimismada,
qué dibujo de miel sobre hojas de agua!

Amo tus ojos, amo, amo tus ojos.
Soy como el hijo de tus ojos,
como una gota de tus ojos soy.
Levántame. De entre tus pies levántame, recógeme,
del suelo, de la sombra que pisas,
del rincón de tu cuarto que nunca ves en sueños.
Levántame. Porque he caído de tus manos
y quiero vivir, vivir, vivir.

Mario Benedetti - Última noción de Laura

$
0
0
Los mejores poemas y frases
de Mario Benedetti.



A Ana María Picchio 

Usted martín santomé no sabe
cómo querría tener yo ahora
todo el tiempo del mundo para quererlo
pero no voy a convocarlo junto a mí
ya que aún en el caso de que no estuviera
todavía muriéndome
entonces moriría
sólo de aproximarme a su tristeza

usted martín santomé no sabe
cuánto he luchado por seguir viviendo
cómo he querido vivir para vivirlo
pero debo ser floja incitadora de vida
porque me estoy muriendo santomé

usted claro no sabe
ya que nunca lo he dicho
ni siquiera
esas noches en que usted me descubre
con sus manos incrédulas y libres
usted no sabe cómo yo valoro
su sencillo coraje de quererme

usted martín santomé no sabe
y sé que no lo sabe
porque he visto sus ojos
despejando
la incógnita del miedo

no sabe que no es viejo
que no podría serlo
en todo caso allá usted con sus años
yo estoy segura de quererlo así

usted martín santomé no sabe
qué bien qué lindo dice
avellaneda
de algún modo ha inventado
mi nombre con su amor

usted es la respuesta que yo esperaba
a una pregunta que nunca he formulado
usted es mi hombre
y yo la que abandono
usted es mi hombre
y yo la que flaqueo

usted martín santomé no sabe
al menos no lo sabe en esta espera
qué triste es ver cerrarse la alegría
sin previo aviso
de un brutal protazo

es raro
pero siento
que me voy alejando
de usted y de mí
que estábamos tan cerca
de mí y de usted

quizá porque vivir es eso
es estar cerca
y yo me estoy muriendo
santomé
no sabe usted
qué oscura
qué lejos
qué callada
usted
martín
martín cómo era
los nombres se me caen
yo misma estoy cayendo

usted de todos modos
no sabe ni imagina
qué sola va a quedar
mi muerte
sin
su
vi
da.


Mercedes Reyes Arteaga - No mi amigo...

$
0
0
"No mi amigo, usted no entiende, a la mujer si se le quiere debe ser constante, eso de amarla hoy y dejar pasar un mes para hacerlo de nuevo no funciona… Sea constante o prepárese para perderla por siempre." Mercedes Reyes Arteaga


"No mi amigo, usted no entiende, a la mujer si se le quiere debe ser constante, eso de amarla hoy y dejar pasar un mes para hacerlo de nuevo no funciona… Sea constante o prepárese para perderla por siempre."

Mercedes Reyes Arteaga

*Este es otro de los tantos textos que se le atribuyen a Mario Benedetti en las redes sociales y que no es de él. Gracias a la autora por contáctarnos.


Augusto Monterroso - Uno de cada tres

$
0
0
Los mejores cuentos, fábulas y frases
de Augusto Monterroso.



Más querría encontrar quién oyera las mías que a quién me narre las suyas.
PLAUTO

Está dentro de mis cálculos que usted se sorprenda al recibir esta carta. Es probable, también, que al principio la tome como una broma sangrienta, y casi seguro que su primer impulso sea el de destruirla y arrojarla lejos de sí. Y, no obstante, difícilmente caería en un error más grave. Vaya en su descargo que no sería el primero en cometerlo, ni el último, desde luego, en arrepentirse.

Se lo diré con toda franqueza: me da usted lástima. Pero este sentimiento no sólo resulta natural, sino que está de acuerdo con sus deseos. Pertenece usted a esa taciturna porción de seres humanos que encuentran en la conmiseración ajena un lenitivo a su dolor. Le ruego que se consuele: su caso nada tiene de extraño. Uno, de cada tres, no busca otra cosa, en las más disimuladas formas. Quien se queja de una enfermedad tan cruel como imaginaria, la que se anuncia abrumada por el pesado fardo de los deberes domésticos, aquel que publica versos quejumbrosos (no importa si buenos o malos) todos están implorando, en el interés de los demás, un poco de la compasión que no se atreven a prodigarse a sí mismos. Usted es más honrado: desdeña versificar su amargura, encubre con elegante decoro el derroche de energía que le exige el pan cotidiano, no se finge enfermo. Simplemente cuenta su historia, y, como haciendo un gracioso favor a sus amigos, les pide consejos con el oscuro ánimo de no seguirlos.

A usted le intrigará cómo me he enterado de su problema. Nada más sencillo: es mi oficio. Pronto le revelaré qué oficio sea ése.

Continúo. Hace tres días, bajo un sol matinal poco común, abordó usted un autobús en la esquina de Reforma y Sevilla. Con frecuencia las personas que afrontan esos vehículos lo hacen con expresión desconcertada y se sorprenden cuando encuentran en ellos un rostro familiar. ¡Qué diferencia en usted! Me bastó ver el fulgor con que brillaron sus ojos al descubrir una cara conocida entre los sudorosos pasajeros, para tener la seguridad de haberme topado con uno de mis favorecedores.

Obedeciendo a un hábito profesional agucé furtivamente el oído. Y en efecto, no bien había usted cumplido, de prisa, con los saludos de rigor, se produjo el inevitable relato de sus desgracias. Ya no me cupo duda. Expuso los hechos en tal forma que era fácil ver que su amigo había recibido las mismas confidencias no más allá de veinticuatro horas antes. Seguirlo durante todo el día hasta descubrir su domicilio fue como de costumbre la parte de mis disciplinas que, me gustaría saber la razón, cumplo con más placer.

Ignoro si esto le servirá de enojo o de alegría; pero me veo en la urgencia de repetirle que su caso no es singular. Voy a exponerle en dos palabras el proceso de su situación presente. Y si, aunque lo dudo, me equivoco, tal error no será otra cosa que la confirmación de la infalible regla.

Padece usted una de las dolencias más normales en el género humano: la necesidad de comunicarse con sus semejantes. Desde que comenzó a hablar, el hombre no ha encontrado nada más grato que una amistad capaz de escucharlo con interés, ya sea para el dolor como para la dicha. Ni aun el amor se iguala a este sentimiento. Hay quienes se conforman con un amigo. Existen aquellos a quienes no les bastan mil. Usted corresponde a los últimos, y en esa simple correspondencia se originan su desgracia y mi oficio.

Me atrevería a jurar que se inició usted refiriendo su conflicto amoroso a un amigo íntimo, y que éste lo escuchó atento hasta el fin y le ofreció las soluciones que creyó oportunas. Pero usted, y de aquí arranca el interminable encadenamiento, no consideró acertadas esas fórmulas. Si le propuso con firmeza cortar, como se dice, por lo sano, usted encontró más de un motivo para no dar por perdida la batalla; si, por el contrario, su consejo fue seguir el asedio hasta la conquista de la plaza, usted se inundó de pesimismo y lo vio todo negro y perdido. De ahí a buscar el remedio en otra persona apenas si hay algo más que un paso. ¿Cuántos dio usted?



Emprendió un esperanzado peregrinaje, hasta agotar su concurrida libreta de direcciones. Incluso trató (con éxito creciente) de entablar nuevas relaciones para apurar el tema. No es extraño que de pronto reparara en que el día tiene tan sólo veinticuatro horas, y en que esa desconsideración astronómica constituía un monstruoso factor en su contra. Fue preciso multiplicar los medios de locomoción y planear un horario de sutil exactitud. El uso metódico del teléfono vino en su auxilio y ensanchó, es cierto, sus posibilidades; pero este anticuado sistema todavía es un lujo, y el setenta por ciento de aquellos a quienes usted quiere mantener enterados carecen de esa dudosa ventaja.

No contento con los desvelos y el insomnio, principió usted a madrugar para ganar un tiempo cada vez más fugitivo e irreparable. El descuido de su aseo personal se hizo notorio: la barba le creció montaraz; sus pantalones, antes impecables, se vieron invadidos por las rodilleras, y un terco polvo gris cubrió de pesadumbre sus zapatos. Le pareció injusto, pero tuvo que aceptar el hecho de que, si bien usted madrugaba lleno de entusiasmo, escaseaban los amigos dispuestos a compartir esa vehemencia matinal. Así, ¿hay que decirlo?, ha llegado el momento ineludible en que usted es físicamente incapaz de conservar bien informado al amplio círculo de sus relaciones sociales.

Ese momento es también mi momento. Por una modesta suma mensual yo le ofrezco la solución más apropiada. Si usted la acepta—y puedo asegurar que lo hará porque no le queda otro remedio—relegará al olvido el incesante deambular, las rodilleras, el polvo, la barba, los fatigosos telefonemas.

En pocas palabras: estoy en condiciones de poner a su disposición una excelente radiodifusora especializada. Dispongo en la actualidad (por el sensible fallecimiento de un antiguo cliente afectado por la Reforma Agraria) de un cuarto de hora que si tomamos en cuenta lo avanzado de sus confidencias, sería más que suficiente para sostener a sus amistades ya no digamos al día, pero al minuto, de su apasionante caso.

Creo de más enumerar a usted las ventajas de mi método. Sin embargo, le insinuaré algunas.

l.a El efecto sedante sobre el sistema nervioso está garantizado desde el primer día.

2.a Discreción asegurada. Aun cuando su voz podrá ser recibida por cualquier sujeto poseedor de un aparato de radio, juzgo improbable que personas ajenas a su amistad quieran seguir una confidencia cuyos antecedentes desconocen. Así, se descarta toda posibilidad de curiosidad malsana.

3.a Muchos de sus amigos (que hoy escuchan con desgano la versión directa) se interesarán vivamente por la audición radiofónica con sólo que usted mencione en ella sus nombres en forma abierta o alusiva.

4.a Todos sus conocidos estarán informados al mismo tiempo de los mismos hechos. Circunstancia que evita celos y reclamaciones posteriores, pues solamente un descuido, o un azaroso desperfecto en el aparato propio, colocaría a alguno en desventaja respecto de los demás. Para eliminar esa contingencia deprimente cada programa se inicia con una breve sinopsis de lo narrado con anterioridad.

5.a El relato cobra mayor interés y variedad, y puede amenizarse, cuando así se considere oportuno, con ilustrativas selecciones de arias de ópera (no insistiré sobre la riqueza sentimental de las italianas) y trozos de los grandes maestros. Un fondo musical adecuado es obligatorio por reglamento. Además, una amplia discoteca, en la que se recogen hasta los más increíbles ruidos que el hombre y la naturaleza producen, está al servicio del suscriptor.

6.a El relator no ve la cara de los oyentes, lo que evita toda suerte de inhibiciones, tanto para él como para los que lo escuchan.

7.a Siendo la audición una vez al día y por un cuarto de hora, el confidente dispone de veintitrés horas y tres cuartos de hora adicionales para preparar sus textos, impidiendo así, en absoluto, contradicciones molestas y olvidos involuntarios:

8.a Si el relato alcanza éxito y al número de amigos y conocidos se suma una considerable cantidad de oyentes espontáneos, no es difícil encontrar casa patrocinadora, lo que une a las ventajas ya registradas cierta factible ganancia monetaria que, de ir creciendo, abriría las posibilidades de absorber las veinticuatro horas del día y convertir, así, una simple audición de quince minutos en un programa ininterrumpido de duración perpetua. Mi honestidad me obliga a confesar que hasta ahora no se ha producido este caso, pero ¿por qué no esperarlo de su talento?

Este es un mensaje de esperanza. Tenga fe. Por lo pronto, piense con fuerza en esto: el mundo está poblado de seres como usted. Sintonice su aparato receptor exactamente en los 1373 kilociclos, en la banda de 720 metros. A cualquier hora del día o de la noche, en invierno o en verano, con lluvia o con sol, podrá escuchar las voces más diversas e inesperadas, pero también más llenas de melancólica serenidad: la de un capitán que refiere, desde hace más de catorce años, cómo se hundió su barco bajo la aciaga tormenta sin que él se decidiera a compartir su suerte; la de una mujer minuciosa que extravió a su único hijo en la poblada noche de un 15 de septiembre; la de un delator atormentado por el remordimiento; la de un ex dictador centroamericano, la de un ventrílocuo. Todos contando interminablemente su historia, todos pidiendo compasión.


Enrique Santos Discépolo - Yira yira

$
0
0
Los mejores Tangos y frases
de Discepolín.


Cuando la suerte que es grela,
fayando y fayando*
te largue parao.

Cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao.

Cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol.

Cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.

Verás que todo es mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa:
¡Yira, yira!
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor...

Cuando estén secas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás:
Buscando un pecho fraterno
para morir abrazao...

Cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí.

Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar:
Te acordarás de este otario,
que un día, cansado,
se puso a ladrar...


*Del lunfardo fayar - Faltar a la palabra, no cumplir lo convenido, defraudar.
**Les dejo la versión que hizo Carlos Gardel, simplemente es sublime, disfruten.


Viewing all 21088 articles
Browse latest View live