Fue cimiento de su hogar, bastón de su madre, escudo de sus hermanas.
Al fondo de la casa, al final del largo corredor, había un altar consagrado a la Virgen. Allí recogía sus balas, sus balas rezadas, sumergidas en la pila de agua bendita, y se ataba el escapulario al pecho, antes de marcharse a cumplir un servicio. Y allí quedaban, clavadas de rodillas ante el altar, la madre y las hermanas. Durante horas y horas, desgranaban rosarios suplicando una ayudita a la Milagrosa, para que el trabajo del muchacho saliera bien.
Sus labores le ganaron fama y respeto en las calles de Corinto y en otros pueblos y ciudades del valle del Cauca. En toda Colombia no, porque la competencia era mucha. Vivió emplomando gente, y emplomado murió.
Salvo los cuatro tiros a su mujer, que fue cosa suya, siempre mató por cuenta de otros. Metió bala por encargo de empresarios, generales, herederos y maridos.
–Que nadie vaya a pensar mal –decía–. Yo lo hago por dinero.
Eduardo Galeano - Bocas del tiempo.